Wednesday, August 30, 2006

Máscaras (II)

El sol nacía a lo lejos, conforme subía en el horizonte la neblina se iba dispersando y solamente quedaban los árboles y el pasto llenos de rocío. Era una mañana fría, algunos pájaros cantaban y se escuchaba el ruido de algunos animales salvajes moviéndose en la selva. Esa mañana todos estaban excitados, todavía recordaban las palabras pronunciadas por la anciana la noche anterior, mientras todos estaban sentados alrededor del fuego. Eran palabras de esperanza y de miedo, de melancolía y expectación.

Pasaron los minutos y los mayores empezaron a salir de sus hogares. El fuego que la noche anterior los cobijó en esos momentos estaba extinguiéndose. Se fueron reuniendo cerca de las cenizas y empezaron a planear las actividades de ese día. Había muchas cosas por hacer y de acuerdo a las últimas noticias que habían recibido tenían muy poco tiempo para hacerlo.

Los adultos empezaron a salir poco a poco, por primera vez en mucho tiempo salían tan tarde de sus casas. Parecía que todos se hubieran puesto de acuerdo para quedarse más tiempo con sus familias, disfrutarlas y quizá dejar su semilla sembrada para los tiempos que venían. Se acercaron a los mayores y empezaron a discutir lo que debían hacer.

Los niños fueron los últimos en salir, sabían que no debían molestar a los adultos pero los deseos de jugar y divertirse y tratar de aprender un poco de lo que iban a ver eran mayores que el temor a ser reprendidos. Los más grandes habían tenido pláticas con sus padres, en las que les pedían que fueran buenos y que cuidaran a sus madres y hermanos, que los Dioses les ayudarían y les protegerían.

El movimiento fue creciendo, no tardaron mucho en ponerse de acuerdo en las actividades; cada persona agarró su tarea y la realizaba con dedicación y ahínco. Algunos recogían frutos, otros recogían leña, otros más estaban dedicados en mover las casas a lugares más protegidos. Algunos grupos salieron a cazar y conforme iban regresando otro grupo separaba lo que habían traído consigo y curtía las pieles, o quitaba la carne de los huesos o incluso curaban a los que habían sido heridos por algún animal. Otros se dedicaban a hacer flechas, preparar espadas y escudos y todo el armamento del que disponían. Algunas mujeres preparaban ropa para sus hombres, ropas simples pero con alguna característica especial, algunos bordados, alguna pluma, algún mechón de sus cabellos, etc.

La mañana se fue consumiendo rápidamente, el sol ya estaba llegando a lo más alto del cielo mientras muchos terminaban sus tareas y comían un poco de lo obtenido por los grupos de caza.

A lo lejos se vio una pequeña sombra que fue acercándose poco a poco. Los mayores mostraron su cara de preocupación y los adultos se acercaron a sus familias. La sombre fue creciendo y se distinguió a uno de los corredores más veloces. Traía la noticia que no querían oír pero que sabían que llegaría tarde o temprano. Ya los Dioses les habían mandado diversas señales, desde el animal de dos cabezas que encontraron hasta el sol devorado por unos minutos.

Los ancianos comenzaron a dar órdenes a todos. Las mujeres ayudaban a los adultos a vestirse apropiadamente, les acercaban las armas y las protecciones. Les daban la ropa que habían hecho poco antes y los llenaban de amuletos.

El se acercó a su mujer, una lágrima asomó por sus ojos y desapareció tan pronto como había salido. Se puso la ropa que ella le tendió. Se pusó el pecho de metal y lo amarró con firmeza. Ella le puso en el cuello el pico de águila y le acercó su espada, el arco y las flechas. Su hijo mayor que rondaba los 14 años se acercó y le tendió una máscara de barro. Era una representación del Dios Aguila hecha por el niño basado en todas las historias que le habían contado desde muy pequeño. Tenía unos ojos redondos y un pico afilado, estaba surcada por algunas arrugas y tenía dos incrustaciones de plata junto a los ojos simulando unos ojos que podían mirar hacia un lado.

El se inclinó hacia su hijo y le agradeció con una sonrisa. Le recordó el compromiso que tenía hacia su madre y sus hermanos y se marchó.

Caminaron por horas y horas, en ocasiones paraban un rato para descansar y comer un poco. Conforme avanzaban comenzaron a hacerse más claros los ruidos de batalla. Gritos desgarradores, choque de metal contra metal, flechas cortando el aire, choque de metal contra hueso, etc.

El momento había llegado. Avanzaron los últimos metros con rapidez, preparando sus armas y tratando de encontrar un buen lugar para entrar a la batalla.

El se puso la máscara, mientras lanzaba una plegaria al Dios Aguila y pensaba en su familia.

Con un grito de guerra todos corrieron al corazón de la batalla. Empezaron a tirar flechas y una vez que estaban lo suficientemente cerca desenfundaban su espada y trataban de defenderse. El ruido era ensordecedor. Había guerreros tirados en el piso. Muertos o moribundos, con marcas de flechas o espadas, algunos miembros dispersos en el campo de batalla.

La imagen era sorprendente, miles de guerreros con distintas vestimentas peleando con fiereza, gritando de coraje o de dolor. Cuando parecía que la batalla estaba terminando porque la cantidad de cuerpos en pie era menor aparecían cientos de guerreros de distintas direcciones dispuestos a continuar la batalla.

Así pasaron horas y horas, las fuerzas se agotaban pero seguían luchando para defender lo que les pertenecía. El hombre de la máscara de águila seguía peleando aún después de haber sido herido en un abajo del corazón por una flecha que tuvo la fuerza suficiente para atravesar el pecho de metal. Un hilo de sangre corría por su espalda y sentía como las fuerzas lo iban abandonando. Un guerrero se acercó levantando la espada y dejándola caer en dirección a su cabeza. Pidió fuerzas al Dios Aguila y fue correspondido levantando su espada y cortando el brazo de su adversario con un certero golpe.

Después de eso se quedó sin fuerzas y cayó de rodillas. Había perdido demasiada sangre y no podía mas. Rodó hacia la selva para no estar en medio de la batalla y chocó contra un árbol. Pensó en su familia mientras se quitaba la máscara. Tomó la máscara con su mano derecha y se encomendó a los Dioses. Su mano sin vida cayó hacia un lado y soltó la máscara...

El viejito me sacó de mi trance tomando la máscara de mis manos y lanzándome una sonrisa cómplice. Me invitó a que me sirviera una taza de café mientras guardaba la máscara en la vitrina. Sacó otra máscara de la vitrina y la puso en mis manos.

Continuará...

(Cuento inédito, Agosto 2006)

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